A supposedly fun thing I’ll never do again

“There is something about a mass-market Luxury Cruise that’s unbearably sad. Like most unbearably sad things, it seems incredibly elusive and complex in its causes and simple in its effect. (…) I felt despair. The word’s overused and banalified now, despair, but it’s a serious word, and I’m using it seriously. For me it denotes a simple admixture – a weird yearning for death combined with a crushing sense of my own smallness and futility that presents as a fear of death.”

“A supposedly fun thing I’ll never do again”, by David Foster Wallace.

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“Algo tienen los cruceros de lujo para el mercado de masas que es insoportablemente triste. Al igual que la mayoría de las cosas insoportablemente tristes, resulta increíblemente esquivo y complejo en sus causas a la vez que sencillo en su efecto. (…) Sentí desesperación. Hoy en día, esta palabra se ha banalizado por un exceso de uso. Desesperación. Pero es una palabra seria, y la uso en serio. Para mí denota una mezcla sencilla: un deseo extraño de muerte combinado con la demoledora sensación de mi propia pequeñez, mi futilidad, que se presenta como el miedo a la muerte.”

“Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, de David Foster Wallace

Los retornados mudos

fog

Una fría madrugada de invierno la calle amaneció difuminada por un vapor blanco, tan sólido que apenas permitía ver nada. La niebla fue espesándose a lo largo del día hasta convertirse en algo sólido y opaco al atardecer. Todos los que salieron a la calle y  se adentraron en ella no volvieron a su casa aquel día.

Por la noche, la niebla comenzó a disiparse lentamente. Los pocos que habían quedado, los que no se habían atrevido a salir, asomaban la cabeza por la ventana con temor y extendían la mano intentando palpar con los dedos la espesura del aire condensado y oscuro. Esperando.

A la mañana siguiente, con el nuevo amanecer, los desaparecidos regresaron. Pero ya no eran los mismos. No pronunciaban palabra. Hombres y mujeres que habían ido a trabajar, con sus maletines y sus fiambreras colgando de un hombro. Padres y madres que habían ido a llevar a sus hijos al colegio. Niños con el uniforme, los más pequeños con baby, arrastrando pesadas mochilas llenas de libros. Ancianos que habían salido a dar sus paseos matutinos.

Ninguno de ellos hablaba.

Durante todo el día se limitaban a congregarse en las calles, en las tiendas y en los bares. Mirándolo todo con silenciosa curiosidad, como si fuera la primera vez. Y así hasta que murieron uno tras otro en soledad y silencio, dejando caer sus cuerpos inertes sobre la acera al principio de la primavera.

Nunca volvieron a hablar.

Les llamaron “los retornados mudos”.

Años más tarde se descubrió una cueva prehistórica en un monte cercano. Los nombres de todos y cada uno de los retornados mudos estaban escritos en la pared con la sangre de algún animal salvaje.

Preparada

Haría cualquier cosa por él.

Hice todo lo que me pidió: dejé el tabaco por él, perdí diez kilos, me operé la nariz, me puse tetas, aprendí a cocinar. Cuando le dio por el bondage, dejé que me amordazara y me retorciera los pezones.

Haría cualquier cosa por él.

Ahora dice que le ponen las enanas, así que, bueno, aquí estoy, doctor.

La pelea

–¿Dónde está la falda nueva, la azul? –preguntó la chica rubia.
–¡Yo qué sé! Tú sabrás –contestó la chica morena–. Estaba en el armario del dormitorio.
–Vamos a buscarla. Quiero ponérmela.
–No, hoy vamos a ir de verde. Y con pantalones.
–¿Por qué tienes que decidir tú siempre?
–Tú misma. Si quieres buscar la falda, búscala. Yo no me muevo de aquí.
–Pero qué hija de puta eres a veces -dijo la chica rubia.

La chica morena la ignoró y ajustó el elástico de la enorme cintura de los pantalones. A continuación se agachó e introdujo la pierna derecha. Y se quedó en esa incómoda postura, esperando, hasta que se le agotó la paciencia.

–¿A qué esperas? -dijo.
–Quiero la falda azul -respondió la chica rubia.
–Mete la pierna izquierda de una vez.
–No -dijo la chica rubia-. Este cuerpo no es solo tuyo.

Y le dio un bofetón a su siamesa con su brazo izquierdo, el único que ella podía controlar.

12/12/12 12:12

Por fin llegó el día doce de diciembre de dos mil doce. Las doce y doce de la madrugada. La mujer se asomó al balcón para ver en directo el fin del mundo. La ciudad estaba igual que siempre: las luces brillaban en las ventanas y el tráfico nocturno trazaba surcos luminosos a sus pies. En el cielo las mismas estrellas asomaban entre las mismas nubes de contaminación.

Nada había cambiado.

Una hora más tarde, todo seguía igual. La mujer se encogió de hombros con una mueca de decepción y abandonó el balcón.

Y, en mitad del salón, se paró.

Una horrible criatura viscosa la observaba, adherida a la ventana por ocho larguísimos tentáculos.

Duérmete, niño

ImageSus padres le abandonan en su cuna, a oscuras, todas las noches. Es la última moda en educación infantil, una teoría de un señor que ha vendido muchos libros. Le llevan a la habitación, le ponen el pijama, le cuentan un cuento y le dan un beso de buenas noches. En la cuna, alineados sobre la almohada, le esperan los cuatro peluches: el osito, la cebra, la tortuga y la ranita.Todos sonríen.

Mamá cierra la puerta. Apaga la luz.

Entonces él aparta todos los peluches de un manotazo y trata a toda prisa de dormirse. Sabe que debe hacerlo. Sabe que está solo.

Con ellos.

Apenas cierra los ojos oye sus voces.

–Eres nuestro –le susurra el osito mientras le araña los hombros.

–No hay escapatoria –dice la cebra y trepa hasta su cara.

La tortuga se arrastra por sus piernas, bajo las sábanas, hasta colocarse sobre su pecho. Y le dedica una sonrisa desdentada.

La ranita salta desde la esquina de la cuna y envuelve las patitas alrededor de su cuello. Y aprieta.

Él llora. Grita. Sabe que tardarán en volver. Exactamente cinco minutos, tal y como marca el libro. Sin dejar de gritar, emprende la batalla contra sus enemigos: patadas, arañazos, pellizcos, empujones. Y grita. Y llora.

Cinco minutos después entra en el cuarto su padre.

–Duérmete. Puedes hacerlo. Te queremos –dice, le besa en la frente y se marcha.

Él, agotado, no contesta. Los peluches se han callado. De momento. Cierra los ojos. Trata de dormir. Esta vez lo conseguirá.

El osito le araña la espalda.

 

Los ojos amarillos de los cocodrilos

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Me mira.

Desde que vi la coraza rugosa de su lomo alzarse lentamente bajo el agua y la curiosidad me obligó a acercarme, ya no pude moverme. No debí esperar a que apareciera su enorme cabeza, con esas hileras de dientes que adornan la sonrisa grotesca de su mandíbula.

Me mira.

Yo miro sus ojos, amarillos, con una finísima raya vertical en el centro. No veo nada más, solo dos círculos amarillos cada vez más cerca. Escucho el jadeo apresurado de su respiración y susurro dos únicas palabras: lo siento.
Y de sus ojos amarillos brotan dos lágrimas.

Taller de microrrelatos

Ah, la felicidad de empezar un blog y tener material para rellenarlo.

Hace unos días comencé un minicurso de microrrelatos en el aula virtual de la interesante iniciativa Transartica. El taller, denominado “Taller (muy) breve de ficción mínima emotiva y grotesca”, está dirigido por el genial Santiago Eximeno. Aparte del disfrute que supone participar en un taller de estas características con ese lujo de profesor, es una forma excelente de desbloquearse.

Los ejercicios diarios empujan a escribir, a pensar y a desempolvar la cabeza.

Para los que sólo conseguimos escribir “bien” en determinadas circunstancias (iluminada por la inspiración, con el cuerpo bien descansado, sin interrupciones, sin distracciones, sin dolor de cabeza, a primera hora de la mañana, o última hora de la tarde – en este caso sólo sin no ha sido un día demasiado estresante –  con una silla cómoda, un vaso de agua fresquita pero no demasiado fría, la mesa ordenada, las zapatillas negras y los dientes recién cepillados) el resultado suele ser un bloqueo absoluto.

Añadamos a eso la egocéntrica manía de pensar que si lo que escribimos no es perfecto, excelente, demoledor y digno de admiración, no merece la pena intentarlo.

Al final hay que ejercitar un poco la humildad y pensar que sí, que seguramente será una mierda. Pero al menos lo has escrito. Eso es mejor que procrastinar con la excusa de que “tú vales más que eso” y dejar pasar otro día más esperando al momento perfecto.

Escribir bajo presión, sin tiempo de prepararse, es una buena forma de ser productivo. Y sobre todo de aprender.

Colgaré algunos microrelatos producto de este curso, pero – ejem- tras pasar el tamiz de la corrección del profesor. 🙂